En esta infancia de la robótica balbucean las tecnologías futuristas; algo similar a los albores de la aviación en los se producían accidentes catastróficos o incluso cómicos, cuando había que empujar con todas las fuerzas una avioneta para metros después caer de punta con severas magulladuras para su intrépido piloto.
Conmigo que no cuenten para conejillo de indias de la tecnología de vanguardia. Yo nunca montaré en un automóvil con conductor invisible y que decida cualquier maniobra sin mi consentimiento. Digo esto tras los recientes accidentes sufridos por los automóviles de Google no tripulados, aunque la multinacional ha alegado que solo han sufrido 11 accidentes ‘menores’ en los seis años que lleva probándolos en California.
De momento prefiero no ceder tanta responsabilidad a las máquinas, a las que ya estamos entregando nuestra memoria y nuestra conciencia. No piensen que esta tribuna es un vituperio contra la innovación, solo trata de retener el espíritu entusiasta en exceso de aquellos que viven cegados por las novedades y son incapaces de ver su repercusión social o personal. Todo invento lleva consigo efectos colaterales, difíciles de medir. Las antiguas revoluciones industriales llevaban un periodo de digestión para depurar los desajustes que podían causar en los modos de vida, y muy especialmente en el paro y en la inadaptación social que generaban.
Ahora cada innovación llega de forma tan acelerada que -como si fuera la primavera- invade nuestras vidas sin apenas darnos cuenta. Cada disrupción supone un cambio cultural brusco y los humanos -hasta ahora- no nos caracterizamos precisamente por aceptar lo nuevo si afecta a nuestro status. Es complicado, tenemos que cambiar el chip y entender que el cambio es nuestro billete de viaje y ser capaces de pilotar nosotros mismos el nuevo paradigma.
