2020 será un año para olvidar, pero nunca podremos borrarlo de nuestra mente. Será ese estigma que quedará impreso a fuego en nuestra alma. Todo nuestro decorado de guirnaldas y esperanzas fútiles se derrumbó ante nuestros ojos incrédulos. No quisimos (no pudimos) entender que la desgracia invadía nuestras estancias, como una marabunta invisible que, procedente del sol naciente, se iba aproximando a nuestros dominios. Nadie se atrevió a suspender el Mobile World Congress hasta que la situación ya era irreversible, Aslan se celebró ya con aprensión y de pronto, todo chapado, a cal y canto, como los conventos de clausura, mientras aullaba una alarma terráquea.
Los aplausos de las ocho nos devolvían a la ilusión durante un confinamiento carcelario.
Todos a casa, corriendo. ¡Cielos, anota tus contraseñas, desmontnta el PC y súbelo al coche!, coge lo imprescindible y corre sin mirar atrás, no sea que el coronavirus te convierta en una estatua de sal. En casa estamos a salvo y solo nos atrevemos a mirar desde la ventana, esas calles vacías, sin polución, donde los pájaros nunca se sintieron más libres. Los aplausos de las ocho nos devolvían a la ilusión durante un confinamiento carcelario.