El teletrabajo es un invento guapo. Tardas cero coma en llegar a tu puesto de trabajo. Como un Groucho Marx en ‘Sopa de Ganso’, solo necesitas saltar de la piltra al ordenador, sin quitarte el pijama, haciéndole burla al despertador. ¿Qué pasa? ¿A que fastidia, alarm clock, no fastidiar como acostumbras? Y no digamos el tema del coche, la cantidad de pasta que te ahorras en gasolina y los años de salud sin el estrés de las M-30 del mundo, donde te disputas cada metro de túnel con rivales sin escrúpulos.
Todo muy bien y ya estás frente al ordenador, en la cocina la leche desborda el cazo por tu negligencia y la barba ya se empieza a espesar en tu cara. Echas de menos el desayuno con los compis, el primer escaqueo matinal con tostada de jamón y tomate, y las conversaciones tan jugosas sobre las desdichas de los famosos, que es lo que más nos satisface al común de los mortales.
Trabajar a la hora de la siesta es luchar contra los demonios, en el calor del hogar los ojos tratan de cerrarse sin el permiso del implicado que recurre a una cafetera completa para solventar la contienda
La mañana frente al ordenador es una travesía y a escasos metros la nevera entona su canto, como las sirenas llamaban a Ulises para devorarlo. Pero en este caso eres tú quien devora la nevera, (no hay trozo de queso que se te resista, ni la tortilla que sobró de la cena) cumpliendo con los designios de la ansiedad.
A la una de la tarde el tema se complica: una cerveza acaba de lanzarte un silbido, tratas de hacerte el despistado, pero es solo postureo… ella lo sabe. Caes rendido a esa cervecita, porque te lo has currado y lo vales. Sigues tecleando como si no hubiera mañana y llega la hora de comer sin darte apenas cuenta. A zampar y ver el telediario sin tregua, sin tiempo para digerir bien las viandas ni las tristes noticias de un volcán que asoma su lengua desde el infierno, de una letra griega desconocida con la que han bautizado la nueva variedad de covid o de una escasez de recursos galopante que anuncia con trompetas mediáticas el apagón final de nuestro planeta.
Trabajar a la hora de la siesta es luchar contra los demonios, en el calor del hogar los ojos tratan de cerrarse sin el permiso del implicado que recurre a una cafetera completa para solventar la contienda. Una oportuna reunión por Zoom te rescata de la ensoñación y es el momento de rendir cuentas con tu superior. Agarras una camisa sin planchar y una corbata desfasada y te pones serio declamando los informes tecleados y los registros efectuados durante el mes. El pánico te inunda cuando te percatas de que apenas te abrochas la camisa, un par de botones saltan liberados por la opresión de tu barriga. Acudes angustiado al espejo y ves encanecido tu pelo, y las arrugas se apoderan de tu rostro con descaro.
También llegas a la constatación de que tu ropa es del siglo pasado, hace un año que no te compraste zapatos y tus pies se han acostumbrado a las zapatillas de andar por casa y se rebelan contra la disciplina del calzado de calle. La báscula termina arruinando las pocas excusas de tu abandono. Sin darte cuenta has vuelto a olvidarte de fichar y sigues tecleando con nuevos bríos, cuando la luna asoma a tu ventana.
No cuesta nada una hora más para alcanzar esos objetivos que, como zanahoria, te ponen todos los años y que sabes que nunca alcanzarás. El estómago vuelve a llamarte la atención y terminas rindiéndote; y como una Scarlett O’Hara en ‘Lo que el Viento se llevó’, terminas diciendo: “Ya lo pensaré mañana”.