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Inteligencia artificial, ruido y fascinación
Pocas veces una tecnología ha generado tanto ruido y fascinación como la IA. Algunos la equiparan con inventos que cambiaron el rumbo de la humanidad, como la imprenta o la máquina de vapor. No es una exageración: hablamos de algoritmos capaces de transformar industrias enteras, desde la salud hasta la educación, pasando por la justicia, la seguridad o las finanzas. Pero en medio del torbellino, conviene hacer una pausa y recordar algo esencial: la IA, por poderosa que sea, no deja de ser una herramienta. Y como toda herramienta, su valor —y su riesgo— depende de quién la empuñe.
En un blog publicado hace unos años en Divulciencia, se abordaba una confusión habitual: la tendencia a mitificar la IA como si fuera una especie de mente autónoma o conciencia emergente. Se hablaba ya entonces de algoritmos que aprenden, que predicen, que “deciden”, cuando en realidad lo que hacen es ejecutar instrucciones que les damos con mayor o menor sofisticación. No piensan, ni sienten, ni desean, solo procesan datos. Y, en ese sentido, la IA no es más que el reflejo de nuestras intenciones, de nuestros sesgos… y de nuestras ambiciones.

La analogía más clara es la del cuchillo: una herramienta neutra que sirve tanto para cortar una fruta como para cometer un crimen. El problema no está en el cuchillo, sino en el uso que se le da
CARLOS CASTAÑEDA, SERVAL
¿Herramienta o amenaza?
La analogía más clara es la del cuchillo: una herramienta neutra que sirve tanto para cortar una fruta como para cometer un crimen. El problema no está en el cuchillo, sino en el uso que se le da. La IA, como cualquier otra tecnología, no debería asustarnos por sí misma; lo que debe preocuparnos —y ocuparnos— es cómo se utiliza, por quién y con qué propósito.
Vivimos una paradoja: nunca antes hemos tenido tanto potencial tecnológico para mejorar la vida de las personas, pero el relato dominante parece centrarse en el miedo. Se anuncian catástrofes laborales, se presagia el fin del pensamiento humano, se promueve un fatalismo digital que en nada ayuda al verdadero debate. ¿Dónde queda la oportunidad? ¿Dónde el impulso a usar esta tecnología para reducir la desigualdad, para democratizar el acceso al conocimiento, para aumentar la productividad en sectores sociales olvidados?
El reto no es técnico, es ético y social
Pero vayamos más allá del miedo. Uno de los dilemas más urgentes está en la economía real. El discurso de que “todos perderemos nuestros trabajos” por culpa de la IA, usado como bandera del progreso imparable, merece un análisis más profundo. En un escenario donde las empresas optan por automatizar al máximo para reducir costes y maximizar beneficios, ¿quién queda del otro lado para consumir sus productos o servicios? Si el trabajador pierde su empleo, su capacidad de consumo también se ve reducida. Y si eso se replica a escala masiva, el sistema colapsa por la base: se destruye la demanda agregada. En el corto plazo, puede parecer eficiente; en el largo, es suicida. ¿Tiene sentido optimizar procesos si con ello debilitamos el tejido que da vida al mercado? ¿Dónde trazamos la línea entre eficiencia y sostenibilidad social?
Aquí surge un dilema que debería formar parte del análisis estratégico de cualquier organización responsable: ¿en qué punto el presupuesto de inversión en IA empieza a erosionar mi propia clientela? ¿Dónde está el equilibrio entre eficiencia tecnológica y sostenibilidad del tejido social que da vida al mercado?
El desarrollo de la IA no debería tener como objetivo reemplazar a las personas, sino potenciar sus capacidades. Automatizar tareas repetitivas y peligrosas, sí; pero también liberar tiempo para lo creativo, lo humano, lo comunitario. Si permitimos que la narrativa de la sustitución arrase con el propósito de la mejora, habremos perdido el norte ético y social de la innovación.
Llamada urgente a la corresponsabilidad
También conviene recordar que esta inteligencia “etérea” no flota en el aire. Su potencia de cálculo tiene un precio muy físico: energía. Entrenar un solo modelo de lenguaje como GPT-3 demandó aproximadamente 1,3 gigavatios hora, una cantidad de electricidad similar a la que consumen más de mil hogares en un año. Y eso sin contar los costes acumulados derivados de su uso masivo en servidores. Si no incorporamos esta dimensión ambiental al debate, corremos el riesgo de repetir los mismos errores de otras revoluciones tecnológicas: avanzar sin preguntar a qué coste.
Y aquí es donde entra en juego la responsabilidad compartida: empresas, gobiernos, académicos, tecnólogos y ciudadanos debemos repensar el contrato social de esta nueva era. Regular no significa frenar el avance, sino orientarlo. Educar no significa domesticar, sino empoderar. Necesitamos una alfabetización digital que no se quede en saber programar, sino que incluya pensamiento crítico, ética tecnológica y conciencia del impacto social.
La IA como espejo social
La IA está el centro del huracán porque nos obliga a mirarnos en el espejo. Lo que nos inquieta no es que una máquina sea “inteligente”, sino que nuestra inteligencia, decisiones y estructuras se revelen como limitadas, sesgadas, injustas o ineficientes. La IA desnuda la desigualdad en los datos, la fragilidad de nuestras normas, la opacidad de muchos procesos que creíamos justos. En ese sentido, es también una oportunidad de revisión y mejora.
Por eso, no debemos caer en la tentación de prohibir o frenar por miedo. Tampoco en la ingenuidad de celebrarlo todo por moda o marketing. Se necesita una ética activa, una gobernanza participativa, una visión que ponga la tecnología al servicio de la vida digna. Porque al final, el progreso no queda definido por lo que una máquina puede hacer, sino por lo que una sociedad elige hacer con ella.
¡Decidamos bien!